Después de pasar por el Personal Fest, uno podría parafrasear la famosa frase de despedida de Perón: "Llevo en mis oídos
la más maravillosa música...", etc. En realidad, en esas jornadas de viernes y sábado en el Ciudad de Buenos Aires, no hubo
mucha maravillosa música -hasta los Mars Volta acoplaron- y la imagen que me llevé en mis retinas fue la de una parva de gente
domesticada y encandilada por la luz violeta de sus celulares, llamándose mutuamente para encontrarse en algún escenario y
que, definitivamente, habían perdido la posiblilidad de experiencia.
Sobre el fin del milenio, las personas que tienen
asegurada casa, comida, entradas al cine, ropa y discos viven hostigadas por la idea de que hay una fiesta, una gran fiesta,
pero que está siempre sucediendo en otro lado. Les tengo malas noticias: la fiesta no está en ningún lado.
Y si el
mingitorio de Duchamp fue un objeto fetiche para resignificar el arte del siglo XX, el aparato celular, cada vez más pequeño
y cada vez más poderoso, es una muestra cabal, la materialización más notable, de la estupidez humana.
Estar conectado,
vivir sin riesgos, el mundo como un lugar claro y racional donde queremos habitar... Esa es la distopía que propulsa a las
propagandas de telefonía celular.
En realidad, no estamos conectados con nadie. Cada vez acumulamos más información -podemos tener miles de canciones en
un Ipod-, pero ya no podemos pensar.
Philip Larkin, un melancólico poeta inglés, escribió un poema donde una chica
disfrutaba la ceremonia de ponerse escuchar discos viejos en una tarde de sol. Tocar una hoja de un libro. Tocar a una persona.
Los dinosaurios dándose cuenta de que algo andaba mal.
Pero, ya que estamos, podríamos proponer una contrapropaganda.
Estás tratando de meter el bocadillo letal para enamorar a la chica que te gusta. Y le suena el celular: es el ex novio, desde
Zambia, ¡que se puede comunicar!
O te reunís con tus amigos para cenar. Pero, como creés que sos inmortal, gastás un
montón de tiempo tratando de descular cómo funciona el nuevo aparatito que tus jefes te obsequiaron para controlarte hasta
en el inodoro. O te agarró un embotellamiento de tráfico en un taxi.
¡Buenísimo! ¡Entonces podés mandar mail por tu celular! Y , lo más importante, puede sonar el sábado, cuando ya está
todo perdido, y decirte que la fiesta ¡estaba en otra parte! Pero cuando llegás al lugar, repetís el numerito que ya patentaron
Aquiles y la tortuga desde tiempos presocráticos.
Ya lo dijo Sara Connor, la mamá de John. Las máquinas vienen por
nosotros. Se achican, cada vez más pequeñas, símbolo de perfección y de pedigrí para quien las posea. Mientras tanto, nosotros
engordamos de comida, discos, películas y revistas que ya leemos de reojo porque no damos más.
Los japoneses tienen
un concepto interesante para denominar la pobreza voluntaria: el wabi. Y Flopa, una tarde de sol en su casa suburbana, me
cantó una nueva canción suya que se llama "Abandoná". Y dice así: "Abandoná tu carga/Fijate, todo está apoyado sobre el suelo/Y
hacé el lugar que haga falta/ En vez de armarte una valija de viajero/Para llevar/ Lo que vale menos que su peso./ Asi las
cosas fueron hechas para ser tenidas/ hechas para ser dejadas".
Be There.
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