Un domingo,
al mediodía, me puse a ver en televisión el Juicio a Michael Jackson. Programa que emite E!, posiblemente el mejor canal de
televisión del mundo: en su grilla de programas no existe -como en el peronismo más duro- ni el menor rastro de culpa progresista.
La
tele es una mierda y el público, por lo general, una manga de infradotados, deben pensar los que programan E!. Y tienen razón:
en mayor o menor grado, cada ser humano tiene un idiota latente. Y el que no lo considere así que arroje el primer control
remoto.
Pero lo que quería contar es que caí en la ilusión de que el juicio que E! estaba mostrando era realmente el
verdadero. Para mí el tipo que hacía de Jackson -aunque me parecía algo excedido de peso- era el mismísimo Jackson. Los fiscales,
la ex mujer del músico, todos, eran demasiado reales (pero en realidad Jackson siempre es una reproducción, con lo cual el
nivel de realidad debemos ponerlo entre comillas).
Cuando mis amigos me contaron que todo estaba reproducido en estudios
de E! siguiendo las transcripciones del juicio real, mi admiración por la gente de la cadena televisiva fue en aumento. Como
cajas chinas, ilusión sobre ilusión, Michael Jackson desaparece detrás de sus disfraces. Cambió su cara, mutó de color y se
encerró en Neverland para salir al espacio exterior con barbijos, guardespaldas y paraguas.
¿Por qué? Jacques Lacan
solía decir que no era importante porqué uno conducía un automóvil de manera demencial, sino para quien lo conducía. Creo
que una buena manera de entender a Jackson es revisar la extraña vida del poeta T.S.Eliot. Nacido en los Estados Unidos, de
muy joven se fue a vivir a Londres. Con un carácter notablemente dramático, construyó una personalidad representando la manera
estereotipada de ser inglés. Bombín, paraguas en el brazo y la flema inglesa a flor de piel.
Eliot se preocupó por
construirse como el referente más alto de la cultura inglesa a partir de la impostura en la que se había sumergido. Por eso
teorizó que Virgilio era el poeta clásico por antonomasia y Londres, la capital de la cultura cristiana que, tarde o temprano,
iba a salvar al mundo después de las dos guerras. Se consideraba romano e inglés (Londres sería Londinium), pero en realidad
era un norteamericano que creció escuchando el ruido del Mississippi.
Pero lo ocultó exteriormente. En sus poemas,
en cambio, sus demonios lo traicionaron (por suerte) y dejó escrita buena parte de la gran poesía de todos los tiempos. Igual
que en el caso de Jackson, Eliot sufría por una personalidad que -según los imperativos de la época a la que quería agradar-
tenía que ocultar: antisemita, misógino, con tendencias homosexuales y con pensamientos criminales que lo atormentaban.
Jackson
decidió cambiar su cuerpo -su raza, su origen-, Eliot eligió cambiar su patria, su origen, en pos de una imagen que tranquilizara
a sus demonios interiores. La Iglesia Anglicana fue el lugar donde se debatió su alma. Un tribunal de justicia de los Estados
Unidos es el lugar donde se dirime el alma de Michael. Cada uno en su momento, fueron íconos de una civilización con fecha
de vencimiento.
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