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El Rey de la Comedia

Mi viejo me despertó temprano, por teléfono, para que le compre la última Rolling Stone (yo y mi viejo estamos en esa última etapa de la relación padre-hijo, al borde del parricidio, en la que se invierten los términos). El hombre quería la Rolling porque la revista organizó una encuesta donde se votó a los 100 mejores programas de todos los tiempos y No Toca Botón, de Alberto Olmedo, salió votado en el quinto puesto. Y hoy, mientras hojeaba la revista y leía las estupideces que decía el sociólogo de turno sobre Olmedo, me puse a pensar en él, en la relación de mi viejo con él y en la de Alberto conmigo. Un tipo realmente extraño, Olmedo.

Mi papá tuvo dos amigos centrales en su vida y la muerte de cada uno de ellos significó un punto de inflexión en su forma de ser. Eusebio, el Rey del barrio de Boedo, fue su iniciador en los ritos de la calle. El tipo se cayó -mi viejo siempre masculló que se tiró- desde un techo muy alto mientras arreglaba una canaleta de su negocio. Olmedo, su otro gran amigo, como se sabe, se cayó desde las alturas del edificio Maral, de la Feliz City. Mi viejo también tiene otra teoría en torno a este segundo salto al vacío de otro de sus amigos.

Mi viejo fue algo así como el secretario privado -representante ocasional-mano derecha- hombre de confianza-etc.- de Olmedo. Y mantuvieron una larga amistad durante casi veinte años. Años que abarcaron mi primaria, pubertad y adolescencia. Para mí, Olmedo estaba dividido en significante y significado. Por un lado, estaba el hombre virtual, el televisivo. Creo que Olmedo fue un innovador, dotado de un gran genio. Un tipo de la televisión -empezó como tiracables- que se dedicó mostrar su inmadurez, lo bajo, como diría Gombrowicz. Y fue la eclosión de una escala que empezaba en el clown de circo -Olmedo también hizo circo cuando era joven- pasaba por Pepe Biondi y culminaba en él.

Biondi todavía tenía los cachetazos de los payasos, pero ya interpelaba a la cámara y al espectador cuando le tocaba largar los remates. Olmedo toma a Biondi en ese estado y logra hacer del aparato televisivo una prótesis suya. Y a diferencia de Biondi, que estaba muy guionado, Olmedo utilizaba lo espontáneo, moviéndose con libretos improvisados que le servían de límite. Pero, como Jimmy Connors, jugaba siempre al fleje. En eso fue como un rapper. se dejaba llevar por su improvisación. Creo que como un genio nato, Alberto no intelectualizaba lo que hacía, simplemente lo hacía.

En el lado del significado, estaba el otro Olmedo, el que conocí y que era como un tío para mí. Fue el tipo que para un cumpleaños me regaló un reloj Cartier que, años después, cuando lo fui a vender al Trust Joyero porque necesitaba guita para tomarme el buque, comprobé falso: el reloj tenía la marca Cartier, pero la máquina no lo era. Así que no valía nada. Me pareció, mientras el relojero me daba la mala noticia, escuchar de fondo las risas de la claque de No Toca Botón. Otra vez, en una de mis innumerables peleas con mi viejo, él me cita para la reconciliación en el canal (odio los canales de televisión, odio a la gente de la televisión). Entro al camarín y Beatriz Salomón me dice que espere, que mi viejo está en el estudio. Así que me siento por ahí y de golpe, entra Alberto. Nos ponemos a charlar y me dice que él está preocupado porque mi viejo está preocupado porque se enteró que yo estaba tomando drogas. Me dice que tengo que ser más amigo de mi viejo y que él lo entendía porque también tenía una relación conflictiva con sus hijos mayores. De golpe, como si pudiera mirar la escena desde arriba, me doy cuenta que el hombre que me está aleccionando ¡está vestido de Manosanta! ¡Con la peluca sobre su rodilla derecha!

Mi hermano el Dragón -el que me sigue en edad- me confesó un día que a él le quemaba la cabeza cuando salíamos a las siete de la mañana para ir al colegio y en el living de casa todavía estaba Alberto y buena parte del elenco de No Toca Botón bailando pogo. Lo raro era que cuando nos habíamos ido a la cama, la noche anterior, todos estaban de muy bajo perfil. El Olmedo fuera de cámara era un hombre taciturno, de pocas palabras. Pero a medida que se estimulaba y avanzaba la noche, se convertía en el hombre lobo. Cuando se murió Coquito -Humberto Ortiz-, Olmedo, mi viejo y Miguelito (conocido como El Enano de Oro) llegaron al velatorio en estado deplorable. Se pararon frente al cajón y quedaron conmovidos por cómo el cáncer había consumido al ladero de Piluso. Pero cuando salieron a la vereda, se cruzaron con el hijo de Ortiz que entraba a otro velatorio -el velatorio de actores y artistas de variedades queda uno al lado de otro-. Entonces volvieron a entrar y se dieron cuenta de que habían estado en el velatorio equivocado: ¡el de Nicolita, el enano de Marrone! ¡Por eso les parecía que Ortiz estaba consumido!

Con el paso del tiempo Alberto Olmedo empezó -a pesar de su gran popularidad- a convertirse en un actor de culto. Yo detesto el culto a Olmedo. Mi viejo tiene corbatas con la cara de Alberto, relojes con la cara de Alberto... Los intelectuales encuentran en Olmedo un sinfin de símbolos para ?pensar? al hombre argentino. Le gustaba tanto a doña Tota como a Luis Alberto Spinetta. Es cierto que Alberto formó parte de un linaje de cómicos que entró casi en extinción. No sé qué lugar le hubiera deparado el ojo idiota en la catedral del rating en esta época. Pero cuando a veces veo los programas viejos, veo a Borges y Alvarez (el nombre Borges no es casual, Olmedo añoraba la inteligencia, hacer algún día un papel dramático) en su paso de comedia tipo Bochini y Bertoni, no puedo dejar de pensar en el albatros de Baudelaire. El en aire, hermoso, extraordinario. En el piso, sobre cubierta, masacrado por los marineros, que le apagan los puchos en sus alas, para vengarse de tanta belleza.
Don´t Touch Botón.


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